invierno/
Cuando tuvo la certeza de que no conseguiría concentrarse en la lectura, se enfrentó al vaivén de las personas con una hostilidad sincera que le corroía y abandonó el lugar. Alejarse de los que miraban las vitrinas era una rutina para él y ahora, sin dinero para un café ni una cafetería a la vista, el camino se resumía en enfrentar el reloj que demarcaba su tiempo como un exiliado de su territorio de costumbre. En la calle, observaba la vida en movimiento, intentando alcanzar el ánimo que lo abandonaba cada invierno un poco más y tampoco regresaba totalmente cuando el frío desaparecía. La gente caminaba indiferente a su búsqueda, llena de propósito en su deambular. Algunos hablaban por teléfono para quedar en encontrarse para cenar o para ir a la hora feliz; otros andaban como en remolque, cogiéndose las manos, sin prestar atención a nada de lo que les rodeaba. Había incluso personas que simplemente miraban el tránsito desde dentro de los bares, a través de sus vasos y copas. Él huía del único rumbo disponible y se dejaba consumir por el desamparo, pero tuvo la suerte de subirse en un autobús antes de que cayera la lluvia. Caso contrario, se hubiera mojado el libro que todavía deseaba leer. En realidad era suerte que todavía no supiera el rumbo ni el destino de esa línea.